José María Ponce de León
(1846-1882) contemporáneo y amigo de Quevedo, víctima de la incomprensión de su
medio y de su tiempo, como aquel, fue maestro Ponce de León, llamado por sus
amigos el Bicho Ponce, autor de dos únicas óperas colombianas llevadas a
la escena: Ester y Florinda.
Hijo de Eusebio Ponce Bustamante y Sofía Ramírez, hizo sus
estudios de iniciación musical con Saturnino Russi, humilde carpintero, afiliado
a una de las tantas sociedades democráticas, que dieron un marcado sello
político, a la época. Russi era entendido en música, como lo fuera el maestro
zapatero N. Saavedra en interpelar a los senadores desde las barras. Al cabo de
un tiempo cambió de profesor y recibió clases de piano y armonía con don Juan
Crisóstomo Osorio.
Siendo un niño empezó a dar muestras de su ingenio precoz;
sin conocer la música teatral, logró representar en un teatruelo la opereta
titulada Un alcalde a la antigua dos primos a la moderna, sobre la
célebre comedia de don José María Samper.
En la guerra del 60 llevó a la campaña un cristo de plata que
le había dado su madre, doña Sofía. Una bala certera le llegó directamente al
corazón; empero el cristo sirvió de sagrado talismán, recibió el golpe, la bala
se encartuchó y lo libró de segura muerte.
Su padre, comprendiendo el gran talento musical de José
María, lo envió a estudiar al Conservatorio de París en el año de 1867. Ingresó
al mismo después de haber triunfado en un concurso abierto para poner música al
Himno de la Paz, sobre ochenta competidores que no eran, como él, un
suramericano anónimo llegado de país lejano. Contó entre sus profesores a Gounod
y Thomas.
Tres años duraron sus estudios en aquel establecimiento,
hasta que, con motivo de la guerra franco-prusiana, tuvo que volver a Bogotá, en
septiembre de 1871. Dejó en poder de su maestro Monsieur Chavet su ópera bufa
Los Diez y una Salve que fue ejecutada en la iglesia de La Trinidad,
con mucho éxito.
Todas las tardes iba a visitarlo el Chapín Quevedo, y
mientras llegaba Ponce de sus quehaceres, se ponía éste a jugar ajedrez con doña
Mercedes Ponce; ella le tenía miedo a sus arrebatos coléricos y cuando iba a
darle jaque, se daba trazas de dejarse ganar.
Don Julio gustaba en gran manera de la melodía fresca y
espontánea de su amigo. Los dos se cambiaban las composiciones sin egoísmo,
diciendo:
-Dame tal o cual melodía tuva para una misa que estoy
componiendo.
El pesebre de don Antonio Espina era la diversión de
los bogotanos durante la novena del Niño Dios. Todos los chicuelos acudían
–apercibidos de los cuatro reales que importaba la boleta- a presenciar las
representaciones y a oír los villancicos, pasillos, bambucos, coplas y
ensaladillas de la época, de Rafael Padilla y Nicomedes Mata. Al estrado
diminuto del guiñol salían a relucir los tipos populares que nunca faltan y
llevan siempre a cuestas la malevolencia y consejas de media ciudad y la
misericordia de la restante. A veces se calcaban las sesiones del Senado y
de la Cámara con los honorables representantes y senadores caracterizados con su
ridículo dominante, oradores parlamentarios de Antioquia y la Costa con los
nombres de Catufo Frisoles y Bárbaro Palomo; en otras aparecía el diablo
provisto de tenedores y rabo, encaramado en la baranda del puente de San
Francisco, listo a atrapar a cuanta monja o beata intentase pasar por él.
Una buena tarde de aguinaldos del año 1881 pasaba Ponce por
frente del establecimiento donde funcionaba el pesebre de Espina; el
empresario, que estaba en la puerta, lo invitó a presenciar una representación,
y le mostró la letra de una opereta a fin de que compusiera algo sobre ella. El
músico le preguntó por el número de instrumentos de que disponía, y una vez en
antecedentes, y provisto de papel y lápiz, se puso a escribirla. A las nueve de
esa misma noche se ejecutó con gran éxito.
Varias comedias y sainetes se pusieron en escena en aquel
pesebre, por iniciativa de don Félix Merizalde, el alma de esos
divertimientos.
Se hallaba por entonces en Bogotá la hermosa soprano Emilia
Benic, que había venido en compañía de Alberto Urdaneta. Una noche que no
trabajó en las tablas, resolvió ir donde Espina, por curiosidad. Fue tal su
entusiasmo que tomó resolución de volver; hizo llamar a don Antonio y le pidió
el favor de dejarla presenciar los números entre bastidores. Llegó a tanto su
interés que pidió a Merizalde sacara la mas bella de las muñecas, y al maestro
Ponce de León que tocara con su orquesta una selección de determinada ópera.
El público se quedó estupefacto al ver personificada a la
popular actriz en una muñeca de porcelana, de cuya garganta manaban caudales de
linda y cristalina voz.
Pero no paró aquí esta iniciativa: la Benic, entusiasmada,
se hizo rodear de la Picoleri, de Rossi Guerra y Epifanio Garay, y con este
elenco y bajo su dirección, se representaron óperas enteras como Travista
y Un Ballo in Maschera.
Reunió en su casa un sexteto, el cual ejecutaba música de
cámara y alguna de sus composiciones o las reducciones de sus óperas; pero fue
disuelto con el proyecto de crear una Orquesta del Estado –realización
que hasta ahora no hemos visto cumplida- destinándole la suma de $600 mensuales.
Dirigió por algún tiempo la Banda de Bogotá y compuso para
las audiciones muchas oberturas, marchas y también bambucos y pasillos que
hacían las delicias del público. Tradicionales fueron las retretas que tenían
lugar en el parque de Santander, donde se daban cita los novios para pelar la
pava y cambiarse las cartas, a hurtadillas de las miradas escrutadoras de
las mamás.
Era un hombre abierto, presto a recibir y sacar provecho de
toda indicación que le fuera hecha, si ésta era puesta en razón.
Vivía don José María Gómez Acevedo, el popular Ciego
Gómez, en una antigua casa por el barrio de San Agustín, cuyo solar
colindaba con los cuarteles donde estudiaba la Banda de Bogotá dirigida por
Poce. Había en ella un pistón desafinado que hacía rechinar los finos oídos de
Gómez, el cual llamó a Federico Corrales, que era entonces un niño, pero ya
despuntaba en él el futuro artista, para que le dijera si era cierto que tal
instrumento sonaba unos tonos más bajos de lo mandado y fuera donde el director
del mentado conjunto a hacerle la indicación, que recibió Ponce y puso al
momento en práctica.
“Triste, afanada y perpetuamente combatida por la emulación
de su gremio y por el desconocimiento de sus compatriotas, fue la vida del
malogrado artista. Toda la protección, todo el apoyo que recibió de nuestros
gobiernos estaba en la cruel complacencia de estos de tener de jefe de una banda
militar al que cualquier país culto en artes habría tenido a honra trasladar a
sus expensas a los centros de civilización y estimularlo, costearlo hasta
inscribir su nombre en el mundo entero en la lista de los inmortales”. He aquí
algunas palabras de don Rafael Pombo, su gran amigo, inspirador y alentador,
autor de las letras de Florinda.
Falleció nuestro maestro de manera repentina el 21 de
septiembre de 1882, a las once de la noche.
Escribió Ponce de León varias composiciones, fuera de su
música teatral y religiosa, tales como los valses: El Dorado, Sueños Dorados,
A la más bella, La Cita, Mi triste suerte, Luisa (mazurca), La Hermosa
Sabana, que hacía ejecutar a dos bandas, colocadas una encima de otra. Se
trata de una composición imitativa en que desfilan los ruidos de nuestra Sabana:
las frondas de los cerezos criollos, los arbolocos y los arrayanes agitados por
el viento, el canto de los copetones y las mirlas en los ramajes, el esquilón de
la lejana aldea, el canto de los campesinos, el rechinar de las pesadas ruedas
de los carros de yunta, el balido de los corderos y los mugidos de la vacada,
percibidos a lo lejos. Compuso también sobre motivos nacionales, bellos bambucos
como las Amonestaciones, pasillos y torbellinos.
El Castillo Misterioso, fue estrenado el 27 de abril
de 1876. Es un melodrama lírico con letra del literato español don José María
Gutiérrez de Alba, presentado con ocasión del beneficio de la primera actriz de
la compañía de zarzuela señora Josefa Mateo.
El segundo acto principia con una bella aria con
introducción de clarinete, resalta luego el trío bufo Agradezco la fineza
pero no puedo aceptar, y el sexteto coreado que remata el mismo acto. Antes
de este número se encuentra el dúo para tenor cónico y dama “por el cual –dice
don Jorge Pombo- Mendelsshon hubiera dado un ojo de la cara, para bordarlo con
sus clásicos desarrollados”.
La instrumentación carece de pasajes vulgares y abuso de
medios fáciles. A este respecto, en la romanza del tenor (primer acto) una
trompa en do bajo da un acompañamiento constante a tiempo que los
violines lo llevan en pizzicato y el primer clarinete en arpegios largos,
lo cual da gran realce a la voz solista. No menos interesante y bien trabajadas
son el aria de la primera ama (segundo acto) y el bolero (tercer acto), por la
combinación de los tejidos instrumentales.
Fue representado por la señora Josefa Matéus, José Carbonel,
tenor; Marcelino Ortiz, barítono; Bernardo Altarriba, actor dramático; señora
Baus, soprano con una voz muy pequeña; señor Colome, tenor cómico. Dirigió la
orquesta el señor Rius.
Ester,
su ópera sagrada, se estrenó la noche del 2 de julio de 1874,
a beneficio de la señora Florellini de Balma. Ester es una
partitura de gran mérito en su conjunto y en sus detalles. La obertura, la
plegaria del primer acto, el quinteto con que finaliza el segundo y el tercero
con que empieza el último, corroboran este concepto.
El señor N. D’Achiardi dirigió la orquesta; los señores
Collucci, Pelletti y Zucchi desempeñaron los principales papeles.
En el primer entreacto se presentó en el escenario don José
María Samper; conduciendo al señor Ponce, colocó en las sienes del compositor
una corona de laurel y le dirigió estas palabras: “El último de los poetas
nacionales se enorgullece de coronar al primer compositor colombiano”.
Al terminar la representación, el público pedía
delirantemente la reaparición del compositor; este se presentó acompañado de los
cómicos. El tenor Collucci, que desempeñaba el papel de Azuero, tomó la corona
que adornaba su cabeza y la puso sobre la frente del señor Ponce, diciendo: “La
corona de los emperadores sienta mejor en las sienes de los compositores”.
El primer estreno de Florinda se hizo el día 13 de
mayo de 1880 en casa del mismo Ponce. Se representaron tres actos de ella,
acompañados por armonio. Asistieron a este ensayo el presidente Núñez y varias
destacadas personalidades.
Se presentó en el teatro el 22 de noviembre de 1880. Emilia
Benic hizo el papel de Florinda, el de Julián el señor Comoletti,
y el de Rubén, Epifanio Garay, nuestro pintor bogotano que tenía una
bellísima voz de bajo.
Don Rafael Pombo escribió en magníficos versos la vieja
tradición española relativa a la Conquista, verificada por los moros a
consecuencia de los amores de Rodrigo, último Rey de los godos, con la bella
Florinda, hija del Conde don Julián, el cual, por vengar su honra, abrió a los
infieles las puertas de su patria. Según los antiguos romances, los moros dieron
a Florinda el nombre de La Cava.
El primer acto es un idilio.
El segundo se inicia con un duettino entre Florinda y Rodrigo, que principia:
Basta, Rodrigo! Si gozo es esto,
Góza tú solo, yo lo detesto!
Hay allí una escena de ballet, lo que hace que tenga gran
aparato y movimiento. El tercer acto principia por el célebre preludio, que es
un trozo dramático y exhibe una fuerza meyerbeeriana; el dúo entre el padre y la
hija tiene un gran poder emotivo. El último acto es una escena de terror: tiene
en él la muerte de Florinda y Rubén y la expiación de don Julián. El final es de
un bellísimo efecto; la última frase de Florinda, que ha sido denominada los
once compases de Florinda, remata la obra de unamanera dramática:
Alma de mi alma, aguárdame,
Yo no te dejo ir solo,
¡Aguárdame! Voy yo (muere).
En la coronación de Rafael Pombo fue cantada la cavatina de
Florinda por doña María Ester Ponce de Schlesinger, que heredó el talento
artística de su padre y poseía una bellísima voz. “El entusiasmo del público
rayó en frenesí. El poeta dejó su sitial y evocando una sombra querida –la
sombra amada del amigo muerto- dio un abrazo a la hija del artista”.
Fue esta una mujer encantadora, llena de dulzura y de bondad.
Su antigua y hospitalaria casa de la calle del Cartucho es recordada aún
por sus discípulos, que conservan entre sus mejores recuerdos los deliciosos
instantes que allí pasaron cerca de ese espíritu de selección.
La misa de Requiem fue estrenada el 19 de junio de
1880 en los funerales de don Francisco Ponce de León, primo hermano y cuñado del
compositor. Fue ejecutada a primera vista, y por tanto resultó algo floja.
El Dies irae, que semeja el cataclismo del fin del
mundo, ostenta un bonito juego de trompeta. El Domine nostri Jesuchriste
es una fuga escrita con bastante destreza. El Sanctus, compuesto de
acordes sostenido por las voces y acompañados por pizzicato de las
cuerdas en arpegios ascendentes, semeja el canto de los ángeles. Acompañan
las arpas que entonan el Hosanna ante el trono del Altísimo. El agnus
Dei está sostenido por un pedal de mucho efecto. En suma, es una obra de
efectos dramáticos, pero no religiosos.
Además, escribió otras composiciones de diversos géneros. El
himno a los Andes, saludo de Colombia a Chile, que mereció en la
Exposición de Santiago de Chile uno de los más altos premios. En 1881 fue
premiada en Bogotá, en concurso abierto, su Sinfonía sobre temas colombianos.
Entre sus ensayos juveniles se cuentan el final de Un embozado de
Córdoba, y zarzuelas como El vizconde. Varias de las que escribió
poco antes de morir quedaron inéditas. El alma en un hilo, Levantar muertos,
La cinta encarnada, La mujer de Putifar, El Zuavo, etc. Dejó asimismo la
cantata La voz humana, un Himno Nacional, su Misa de Requiem
y Misa de gloria, algunos motetes y su obra póstuma Apoteosis de
Bolivar, escrita con ocasión del centenario del héroe, y que tienen por
asunto el Juramento en el Monte Sacro.
La música de Ponce de León era
considerada en Bogotá como incomprensible a pesar de ser marcadamente italiana,
fusionada con tendencias francesas que recuerdan el estilo de sus maestros de
juventud: Gounod y Thomas.
Fuente:
PERDOMO ESCOBAR, José Ignacio, 1963. Capitulo XV José
María Ponce de León,
En: Historia de la Música en Colombia, Tercera Edición.
Biblioteca de Historia Nacional Volumen CIII. Bogotá, Pág. 144-151

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