
A LA GLORIA INCRUENTA DE LA PATRIA
Desde el momento en que, arrancando un grito de dolor a toda la sociedad
colombiana y enlutando para siempre el apenas iniciado templo del Arte entre
nosotros, se supo en esta capital la prematura muerte de JOSÉ MARÍA PONCE DE
LEÓN, una de las primeras glorias de América y de nuestra raza en el culto del
arte divino de la música, e incuestionable la primera de Colombia, la dirección
del PAPEL PERIODICO ILUSTRADO formó el propósito de consagrar un número a su
memoria, pagando una deuda no sólo de amigos al amigo, y de patriotas a la
patria, sino también de hombres civilizados a la honra e intereses de la
civilización.
Pero mientras se trataba de recoger y ordenar los manuscritos del ilustre finado
para imprimir de entre ellos algunas muestras de su ingenio, y mientras nos
ocupábamos en revisar colecciones de periódicos de años atrás y en solicitar
documentos para completar nuestros recuerdos, y particularmente, en preparar el
retrato que en primer lugar debía aparecer en las páginas del tributo
proyectado, cayó gravemente enfermo el amigo PONCE llamado antes que otro
ninguno a ayudarnos en su realización, el señor D. Rafael Pombo, quien desde que
conoció al genio lírico colombiano se constituyó en socio y estimulador de sus
esfuerzos, promulgador de sus méritos e infatigable registrador crítico de sus
triunfos, medio de la prensa, para levantar a su auditorio a nivel competente en
su apreciación ilustrada y justa. Hoy, felizmente salvado, pero convaleciente
apenas de su dolencia, ha llenado ya Pombo esta nueva parte de la noble misión
que se impuso en beneficio de la gloria del compositor y del fenómeno del Arte,
y a él debemos la mayoría de la importante serie de artículos que presentamos en
este número a nuestros lectores, piedras de un monumento histórico y aún
doctrinal de la cultura colombiana y americana.
No ha sido nuestra idea, desde luego, la limitada y mezquina de dar a los
lectores un rato de solaz con una publicación interesante. Nuestra aspiración y
nuestra esperanza, al presentar de un golpe tan irrefragables testimonios del
talento y la consagración de un malogrado compatriota, son las de que la tierra
que tuvo la dicha de producirlo cumpla su deber de salvar de pérdida tantos
preciosos trabajos; que libre a PONCE DE LEÓN de la doble muerte que deben a
nuestra incuria otros insignes colombianos; que su nombre y sus obras atraviesen
las montañas y los mares, y que su patria y su desolada familia recojan la
herencia de gloria y de beneficio a que tienen derecho.
Promover en Colombia generoso de orgullo por JOSÉ MARÍA PONCE DE LEÓN, despertar
interés por sus obras fuera de Colombia, y presentar permanentemente a la vista
de nuestra inteligente juventud el estimulo de su ejemplo, tales son nuestras
miras. Toca al noble espíritu y al corazón de los que no lean, el llevarías a
su merecido alcance para perpetua gloria no sólo colombiana sino del genio
castellano en ambos mundos. Ojala recibamos el retorno de la benevolencia y de
fraternal simpatía.
A las once de la noche del 21 de Septiembre murió súbitamente en esta ciudad el
señor D. JOSÉ MARÍA PONCE DE LEÓN, el más inspirado y poderoso genio que nuestro
país ha producido en la más universal de las artes, la de Palestrina y Mozart.
Pérdida verdaderamente sin reemplazo.
Nacido el 16 de febrero de 1845, de familia respetable, lo inició un humilde
artesano, Saturdino Russí, en la lectura de la nota musical, y después aprendió
algo de piano con el señor D. Crisóstomo Osorio. Casi un niño, sin haber visto
ópera ni zarzuela, hizo ensayos chispeantes de inspiración, serios y bufos,
hasta que logró dar en un reducido teatro con grande aplauso su opereta bufa
Un alcalde a la antigua y dos primos a la moderna, sobre la comedia así
llamada de D. José María Samper. Enviado por su padre a París en 1867, entró a
aquel ilustre Conservatorio de la manera más gloriosa, triunfando, en concurso
abierto para un Himno a la Paz, sobre ochenta compositores, que no eran,
como él, discípulos de un pobre carpintero, ni recién llegados de un país por
conquistar en materia de gusto y de alta composición lírica. Cortados sus
estudios por la guerra franco-prusiana, tuvo que volver a Bogotá en Septiembre
de 1871, pero dejando en poder de su maestro, Mr. Chauvet, un trabajo que él
apreció, su opera bufa Los Diez, y ejecutada en una iglesia de París (la
de la Trinidad), a 18 voces, una Salve suya, que sus mismos maestros
hicieron estudiar y cantar como muy notable muestra de un genio precoz.
Muchos de nuestros lectores han gozado de la parte pública de sus posteriores
trabajos. Su linda zarzuela seria, El Castillo Misterioso; su deliciosa
ópera sagrada Ester, en tres actos; su ópera mayor Florinda, en
donde, a juicio de peritos en el arte, hay inspiración, hay música original y
expresiva para dos o tres grandes dramas líricos. Oímos todos los días, en las
bandas militares y en los pianos, los frutos menores de su inagotable vena,
piezas ligeras de todos los géneros, siempre expresivas, y de rica y científica
instrumentación, y transcripciones, o arreglos de óperas y obras serias, en que,
con banda militar, producía hasta donde es dable el colorido y los efectos de
una sagrada orquesta. A la Exposición de Santiago de Chile envió su Himno de
los Andes, saludo de Colombia a Chile, que mereció uno de los más altos
premios. En 1881 fue premiada en Bogotá, en concurso abierto, su primorosa y
sabia Sinfonía sobre temas colombianos, y en otro concurso, para un
Himno nacional, suyos eran también tres de los más aplaudidos, de los pocos
que se ejecutaron sin dar el nombre de los autores. Deben conservarse, de sus
ensayos juveniles, el final de Un Embozado de Córdoba y las
zarzuelas Un Alcalde a la antigua y El Vizconde; y las hechas en Bogotá
en los últimos años, El Alma en un hilo, Levantar muertos, La mujer de
Putifar, El Zuavo. etc., que no logró oír, por ser raras ocasiones que
nuestro teatro ofrece a un compositor. Consérvanse también las tres extensas
obras arriba nombradas, la cantata La Voz humana, varias Misas, de
gloria y de réquiem, una de ellas (que recordamos), magistral y profunda, desde
las admirables lecciones que la preceden. Quedan asimismo otros
Himnos, centenares de piezas de danza y de retreta y concierto, inclusive
Sinfonías de alto estudio y originalidad. Su última obra, su tributo para
el Centenario del Libertador, es un acto completo, el primero de un
drama-apoteosis á Bolívar; acto cuyo asunto es El juramento del Monte Sacro.
Este trabajo lo dejó contento, y esperamos que, debidamente sacado del
manuscrito, cumpla su destino, con el necesario auxilio de inteligencia
profesional y de recursos para hacer justicia á la inspiración del autor.
La vena lírica de Ponce estaba
pronta á cualquiera hora para brotar. Una tarde de Diciembre de 1881 nuestro
amigo D. Antonio Espina lo invitó á entrar al local Pesebre ó Nacimiento
y le enseño la letra de una opereta ó farsa lírica. Ponce
le preguntó con que instrumentos contaba, le pidió lápiz y papel, sentose a
escribir, y a las nueve de esa misma noche se ejecutó á música y voces con
travesura, con melodías originales que entusiasmaron al auditorio.
Jamás estuvo á suficiente altura para apreciar a Ponce
de León de el que creyese que él imitase ó necesitase de imitar á nadie:
miserables invenciones de la envidia y la raquítica impotencia. Lo que más
había en él era movimiento espontáneo y sujeto propio, que ejercitaba y expandía
en una especie de escuela ecléctica de composición: ya ligera é incisiva como la
francesa; ya tierna y fluida como la italiana; ya, como la indígena,
primitiva y melancólica; ya, en fin, literal y profundamente dramática como
la alemana, siendo muestra de éste género el valiente tercer acto de Florinda,
digno de Meyerbeer, y la grandiosa marcha y coral del acto último.
Honrábase en pertenecer á la Academia de Bellas Artes de Caracas y á la
Asociación de Maestros de París, en la cual era respetuoso colega de Gounod y de
Ambrosio Thomas. Ellos podían valuarlo mejor que sus inocentes conciudadanos.
De su apariencia física queda una perfecta imagen, obsequio de su tierno amigo y
admirador D. Felipe S. Gutiérrez, célebre pintor y maestro académico, -poco más
apreciado que Ponce de León, por el común pecado de su modestia y de ser
nuestro, de nuestra lengua y corazón.
Triste, afanada, y perpetuamente combatida por la emulación de su gremio y por
el desconocimiento de sus compatriotas, fue la vida del malogrado artista. Toda
la protección, todo el apoyo que recibió de nuestros gobiernos fue darse éstos
la cruel complacencia de tener de jefe de una banda militar al que cualquier
país culto en artes habría tenido á honra trasladar á sus expensas á los centros
de la civilización, y estimularlo, costearlo (como el Emperador de Brasil á
Carlos Gomes) hasta inscribir su nombre en el mundo entero en la lista de los
inmortales. Su inspiración era siempre original y volcánica, su facilidad y
fuerza para el trabajo, potentosas; y, sin duda alguna, el que contra viento y
marea hizo tales maravillas en Bogotá, habría llegado á competir en el antiguo
mundo con los mayores astros del cielo artístico, que hoy frecuentemente revelan
en Europa agotamiento, frivolidad y mucho abuso de ruido y espectáculo, con
grave menoscabo del arte verdadero y puro.
Hiciéronse ayer en San Carlos, con la colaboración espontánea y gratuita del
gremio musical, las exequias del insigne Maestro; y numerosa concurrencia, no
llamada con esquela de invitación, acompaño sus restos á la última morada,
haciéndole la Guardia Colombiana los debidos honores de Jefe, y ejecutando las
bandas composiciones suyas, de desgarradora expresión en tan triste día.
Escuchándolas, observamos con nuestra emoción, que los ejecutantes lloraban,
incesantemente, mezclado á la vibración de sus notas el tierno riego de sus
lágrimas. Llegados á la cruz del campo-santo, de allí dirigieron la palabra al
auditorio, y al que fue, los señores D. José María Samper, D. Alberto Urdaneta,
D. Manuel Briceño y, antes que ellos, el que esto escribe, quien, para otra
ocasión, tratará de recordar aquel destemplado pero sincero desahogo de un
amargo é inconsolable dolor.
Por el suyo, imagina cuál será el de la desventura familia, el de esa anciana
madre, el de la esposa, modelo de todas virtudes, el de esos dos tiernos niños
cuando comprendan lo que han perdido. Nuestro desgarrado corazón está con
ellos.
¡Oh sí siquiera esta vez la patria de José
María Ponce de León le pagare algo de lo mucho que le debe, salvando del
naufragio sus obras, honrándose en honrar así su memoria, y en cubrir, con amor,
con orgullo, aquel hogar desamparado!
Funerales de Ponce de León
La dirección del Papel Periódico Ilustrado
solicitó prontamente a los señores Pombo, Samper y Briceño la redacción de los
discursos que, sin notas ni preparación, dirigieron al cortejo fúnebre del
ilustre finado una vez detenido su carro mortuorio frente de la cruz del atrio ó
plazoleta del cementerio. Como obra de la emoción del momento y de la exigencia
de los amigos que los llamaron a expresar lo que todos sentíamos, su
reproducción, que va en seguida, no será literal, pero sí si reconocerán allí
sus pensamientos. Añadimos el breve tributo que en representación de dos
corporaciones y por encargo suyo nos tocó rendir a la memoria del malogrado
colega.
El señor D. Rafael Pombo dijo:
Señores:
«Una vez más, y ojala sea la postrera,» subo a este consagrado sitio de los
últimos adioses; más hoy no esperéis de mí ni lágrimas, ni lamentos, ni palabras
de resignación y consuelo. Reclamo vuestra indulgencia, y antes que la vuestra
la del Dios de la misericordia, para quien no cabe disimulo, si en vez de ayes
lanzo voces de desesperación, y maldiciones contra la perversa tierra, madre
estúpida y feroz, que siempre escoge y señala a sus más bellos, a sus más
tiernos y amorosos hijos, para maltratarlos y devorarlos lentamente, con la mano
del hielo del desdén, con el agudo y cobarde diente de la envidia, con el pie
infamante del escarnio y del abandono; madre demente, que no vuelve en sí ni los
reconoce por hijos suyos sino cuando la muerte más piadosa que ella, se los
arranca de los brazos ya desfigurados e inertes. Lanzo maldiciones, sí, contra
estas afrentosas galeras de las almas excelsas, de los magnos corazones,
condenados a remar sin descanso, sin un pan de verdadera vida, y sin otra
sonrisa de esperaza que la del naufragio que tarde que temprano ha de
emanciparlos forzosamente de sus cómitres implacables. Y al par dirijo también
sinceras y ardientes bendiciones al Padre común, al infalible juez y compensador
de las injusticias y ruindades humanas, porque nos deparó lo que por mal nombre
llamamos muerte, cuando sólo es muerte para la iniquidad; y para la virtud y el
genio, redención. Y bendigámoslo fervorosamente porque, por el sagrado
ministerio del genio y de la virtud, al través del lente de lo infinito que esos
dos divinos mediadores suelen poner delante de nuestros débiles ojos, nos
permite de tiempo en tiempo, a los humildes profanos, entrever algunas
reverberaciones de luz en medio de las tinieblas que nos abisman, algunos
reflejos de aguas deliciosas para la sed que nos consume; y respirar, siquiera
por momento, aire de vida para resistir, como los buzos, un nuevo descenso a la
sofocante hondura que se nos asigno por pasajera morada. ¡Feliz de ti, querido
amigo mío, que ya cambiaste la cruz por la palma, el ansia por la posesión, el
sueño por la realidad, tú que mal pudiste jamás conceder honores de realidad a
esta niebla terrena, a este vapor de inmundicia que nos obstruye la vista de la
heredad celeste, a esta fantasmagoría de sombras efímeras que tanto se agitan y
se empinan en rebatiña de vanidades insensatas! ¡Feliz de ti que ya vuelas y te
espacias en el éter genial de tus alas, y amas en la atmósfera de tu amor, y
cantas en región de eterna armonía, y trabajas en donde se te paga a la medida
de tu angélica tarea! ¡Feliz de ti, que si Dios alguna vez te permite volver una
mirada a la tierra, no deberás encontrar en ella desde este día sino el tierno
remordimiento de tu madrastra y la generosa venganza de tu gloria!
Desde Caldas hasta José Eusebio Caro, y desde Caro hasta
José María Ponce de León, ¿cuántas
veces no hemos repetido, y cuántas más repetiremos en el futuro, esta
desgarradora historia de poseer lo que no hemos merecido, de llorar lo que fue
nuestro y no supimos gozar, de amar demasiado tarde a quienes más amor debíamos,
de desconocer torpemente a los dioses que se dignan visitarnos, de no reconocer
méritos sublimes sino una vez inscritos en lápidas sepulcrales; de no
enorgullecernos, en fin, sino de glorias póstumas, que, más bien que nuestro
orgullo y nuestra gloria, son ya de nuestra humillación y vergüenza? Y es
tristísimo pero de justicia el confesar que no se percibe tendencia alguna de
mejora en tan ingrata condición. El nivel de la vil materia sube a ojos vistas,
el del espíritu baja, los sanos vínculos sociales aflojan, el sórdido egoísmo
impera, las pasiones generosas van cayendo en desuso si no en ridículo, y al
paso que el medro individual guía y domina, el social se eclipsa, y el carácter,
la fuerza y vida moral de la nación se desangran y mueren, como desaparecen la
amistad, la prudencia, la cortesía, la moral y toda consideración decente en una
mesa de desenfrenado juego. Es misión de las bellas artes, coadjutoras laicas
de la religión y de la moral, cooperar activamente a la regeneración de un
pueblo; pero la dolorosa historia del extraordinario joven cuyo tránsito
deploramos, dice bien claro, en cada uno de sus capítulos, que es lo que las
artes y los verdaderos artistas pueden prometerse entre nosotros de espíritu
dominante. Triunfo para la intrigante nulidad, fraude para el gusto, ruina para
el obrero de inspiración y conciencia.
He aquí, señores por qué no son lamentos los que exhalo al acompañar al sepulcro
a uno de mis más queridos, de mis más preciados amigos. Desde nueve años ha,
desde que lo conocí, Ponce de León ha estado creando vida divina, y sin embargo
muriendo, agonizando, y yo luchando por salvarlo y acompañándolo con orgullo a
penar y morir. Puede decirse que su genio, al brotar aquí nació muerto, como
una luz, como una magnifica flor dentro de una cueva melifica. Sus victorias
alcanzadas en nuestro teatro, nos alentaban mucho, por algunos días, a sus
amigos; pero cada una de ellas no tardó en convertirse en un sarcasmo, cada vez
más cruel, de su fortuna y del alto apoyo a que se le proclamaba acreedor.
Ahora que se ha consuado su sacrificio, ahora es cuando yo no consiento en
considerarlo muerto, sino redimido de un suplicio constante, y emigrado a la
única patria que lo merecía. Sé que una parte vital de mi mismo, la expresión
seráfica de mi alma, la mejor voz de mi propio corazón, queda sepultada,
desaparece con él; pero la vida que aquí me reste no valdrá la pena de vivirse,
y sinceramente querría acompañarlo entero, a disfrutar de la infinita realidad
de la vida en cuya fe me confirmaban los rayos esplendorosos que él arrebataba
al cielo en sus creaciones.
Por esto lo que yo contemplo en el ataúd de
Ponce de León, ni es su cadáver,
sino el cadáver de esta sociedad desesperitualizada, de esta sociedad sin
corazón ni alma, que tan tristemente lo ha dejado vivir y morir, y que hoy
parece llorarlo, mañana ignorara hasta la gloria de que el la ha instituido
heredera. Ni será digna de esa gloria, ni la apreciara debidamente sino cuando
ella no ha regenerado por completo en la fuente del Espíritu, que es a un tiempo
la de la Verdad y la de la Belleza: tres fuerzas de orden eterno, ante las
cuales toda fuerza material es nula y que unidas constituyen la más prestigiosa
e indestructible fuerza nacional.
Ruega, oh Ponce de León, ruega al
Autor de las sublimes armonías del cielo y tierra, que raye pronto ese hermoso
día en el horizonte de tu patria; pues tanto la amaste, que por ella vertiste a
torrentes, en salones y batallas, tu inspiración y tu sangre, vuelve entonces a
nuestras ciudades y campos, que ella entonces sabrá recibirte con las celestes
armonías que tú mismo transcribiste en tus visiones de inspirado, y que por
ahora dormirán bajo la almohada de tu lecho postrímero.
Entre tanto, vive, que harto tiempo moriste y canta entre tus hermanos los
ángeles, el himno de tu enmacipación.
El señor José María Samper dijo:
Señores:
El súbito fallecimiento de José María
Ponce de León contiene una amarga coincidencia y una enseñanza dolorosa.
Nuestra sociedad es presa de las más ardientes y enconadas pasiones: la
intolerancia, los odios de partido y las más violentas emociones se disputan el
alma de los colombianos; y cuando nuestra sociedad sufre entre dolores, hijos de
la pasión enloquecida, reina en todas partes el genio de la discordia,
súbitamente nos abandona el genio de la armonía, y se remonta al cielo, en
solicitud de la belleza eterna, cual si quisiera hacernos comprender que en la
tierra donde germinan el odio y el rencor no pueden aclimatarse esas sinfonías y
melodías que son la inefable expresión de la esperanza y el amor.
Ah! vedle ahí, mártir del genio, descansando de la terrible lucha de la vida en
manos de la muerte! Sí; lucha terrible de todos los instantes... Yo no la he
sentido en mí mismo, porque Dios no me hizo genio; pero la he adivinado,
sondeando en los libros el misterio de esas existencias luminosas, desgarradas
por inmensos dolores, y atormentadas por divinas esperanzas que jamás se
realizan en la tierra!
Oh! Vivir sintiendo las profundas palpitaciones del corazón lleno de sagrado
fuego y sediento de belleza y de luz; vivir en lo insaciable del anhelo, y lo
inagotable de la esperanza, y lo incesante del sacrificio y del esfuerzo! Vivir
con el alma en el cielo, hundida en los infinitos horizontes del ideal, y a cada
momento sentirse con los pies asentados sobre el polvo vil, sentir las
mordeduras del hombre, y la melancolía del desengaño, y el rumor de la algazara
que levantan en torno la envidia, la maledicencia y el mezquino interés! Vivir
con el espíritu inundado de los divinos resplandores de un mundo invisible de
sin par grandeza, y a cada instante sentir delante de los ojos llorosos pasar la
sombra fúnebre de la miseria que nos amenaza... Vivir contemplando dente del
alma y en las misteriosas profundidades de o ideal toda la suma de belleza
posible; y siempre despertar de este ensueño... Eso; ese eterno luchar entre lo
grande y lo pequeño; ese perpetué desequilibrio entre la grandeza que se sueña y
la mezquindad de lo que se alcanza... eso, señores, es vivir vida de genio!
Imaginad, pues, si la vida de Ponce
no habrá sido amarga, cruel y de incesante ansiedad, como lucha de inspirado
artista, abrumado por la pobreza y la esperanza en la gloria; valerosa,
vehemente y angustiada, como toda lucha; silenciosamente sublime y grande, como
es siempre el infortunio humilde!
Si yo, como admirador y amante del genio, no me sintiera obligado a tributar un
homenaje a Ponce de León, a nuestro
gran compositor y artista, debería tributárselo por gratitud. El hizo reflejar
una chispa de su talento encantador y poderoso sobre mi oscura musa; su primera
ópera fue destinada a honrar una de mis obras dramáticas, y así le debo el honor
de haber lanzado algo de su luminosa inspiración sobre mi oscuridad de poeta!
Ponce de León
ha vivido la vida del genio, de las celestiales melodías. Dichoso él, puesto
que al morir para el mundo ha ido a encontrar en el seno de Dios la realidad de
sus divinos ensueños de supremo amor, de inefable encanto y de infinita belleza!
Ahora su existencia queda dividida en tres partes: su polvo, su alma y su
nombre.
Allí, dentro de ese recinto de las eternas despedidas, está la tumba, a la
sombra de los cipreses y de los sauces, que aguarda su polvo perecedero para
memoria de los dolores del cuerpo.
Allá.... en lo infinito, en lo eterno está Dios, que le ha recibido en el seno
de su misericordia; está Dios, el amparo de los desventurados; Dios, la luz de
toda oscuridad; Dios, el que alivia nuestro dolor con la esperanza, y colma
nuestra esperanza con amo; Dios, que es todo para todos, y cuya gloria se
extingue y olvida el infortunio!
Si el polvo es para el sepulcro y el alma para Dios, ¿qué nos queda a nosotros?
Nos quedara su nombre! Nosotros, que somos la posteridad, que dicernismos la
gloria, debemos exclamar:
¡Paso al genio para que suba el capitolio de la historia y en él su nombre para
siempre!
El señor Manuel Briceño dijo:
Musas de las divinas Artes, plegad las alas sobre este féretro que encierra los
despojos mortales de un genio caído en agras en este hondo abismo de la tumba.
Patria, tanto más querida cuanto más desgraciada, riega con lágrimas y flores
este sepulcro donde se hunde el que estaba llamado a darte días de gloria con
sus divinas inspiraciones, y a inmortalizar los nombres de tus guerreros en ese
idioma que no cambia con los tiempos ni se envejece con los años. Tú eres la
divinidad de Ponce, y las coronas
que alcanzó su genio fueron grata ofrenda que él llevó a tus altares.
Lágrimas y flores cubran esta tumba, morada del cuerpo que vuelve a la tierra, y
ellas simbolicen el aprecio que hacíamos del genio y de la belleza del alma del
artista que goza de las inconcebibles armonías de la eternidad; lágrimas y
flores atestigüen que si el hombre desapareció de entre nosotros, su recuerdo
vive en nuestra memoria.
Ya se apagó la enemiga emulación, ya desapareció la indiferencia, esas dos
crueles espinas en su vida de artista. El hombre de Ponce de León se levantas
radiante a la puerta del mundo de los inmortales. Paso al genio que crece con
la muerte, paso al artista que vivirá en sus obras.
El señor Urdaneta dijo:
Señores:
En nombre de la Sociedad Filantrópica de Bogotá, y en nombre de la Sociedad
Politécnica de Colombia, vengo a presentar el tributo de dolor y la muestra de
la tribulación que experimentan los miembros de aquellas Sociedades por la
muerte del malogrado genio que en el breve paso por la tierra, llevó el nombre
de José María Ponce de León y cuyos
restos mortales conducimos a la última morada, presa nuestra de la aflicción más
profunda.
Ponce
fue sol en la constelación artística de la América, y las Artes visten luto por
su desaparición, al tiempo mismo que coronan su nombre al consagrarlo
respetuosas en el glorioso sitio a donde ellas y su genio le han conducido.
Fuente: Papel Periódico Ilustrado de Bogotá (Año II:
marzo de 1883)

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Historia de la Música en Colombia. Dir. Dr. Luis Carlos Rodríguez
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2007 José María Ponce de León